jueves, 23 de junio de 2011

LA INOCENCIA PERDIDA

LA INOCENCIA PERDIDA

En el lenguaje ordinario la expresión “pérdida de la inocencia” está directamente relacionada con la primera experiencia sexual en la adolescencia y juventud. En este sentido, cuando una persona crece en edad y no se percata de las implicaciones anejas a la vida sexual se dice que “es todavía muy inocente” o inmadura. La perdida de la inocencia, según la estimación popular, se refiere a ese momento en el que un hombre o una mujer se sienten sexualmente atraídos y proceden a realizar su primera experiencia tras la cual empiezan a verse y tratarse de forma completamente distinta. La experiencia pudo resultar feliz o desgraciada pero, en cualquiera de los casos, desapareció para siempre la forma de verse y tratarse libre y emocionalmente desinteresada. A partir de ese momento no queda lugar para las ilusiones o el romanticismo irresponsable. Lo mismo puede surgir un gran amor que un rechazo mutuo. La toma de conciencia de esta realidad equivale a perder la inocencia.

En sentido menos popular y más técnico la pérdida de la inocencia puede referirse a la culpabilidad moral que se nos imputa por nuestra conducta en cualquier orden de la vida aunque no tenga nada que ver con la vida afectiva o sexual. Así, los jueces declaran a unos culpables y a otros inocentes de acuerdo con lo establecido en las leyes y la buena o mala intención de los acusados. Cuando yo hablo aquí de pérdida de la inocencia lo hago por relación al uso de la razón y me refiero a ese momento culminante de la vida de una persona en el que toma conciencia de la existencia del mal en el mundo y empieza a plantearse cuestiones sobre la naturaleza y razones de su existencia. Como en el caso de las relaciones sexuales, hay un antes ingenuo y confiado y un después precavido y meditado. Cada cual tenemos nuestra propia historia personal y yo voy a recordar sucintamente ese momento psicológico de mi vida en el que afloró en mí la conciencia del bien y del mal.

Uno de mis entretenimientos gozosos de infancia consistía en visitar el hermoso prado que mi padre poseía en el lugar denominado “La chorrera” a menos de un kilómetro de Hoyocasero hacia el este. El prado está situado en la falda de una ladera frondosa surcada horizontalmente por la carretera y verticalmente por una “chorrera” o cascada de agua que vierte en el prado a través de un pequeño puente. Este lugar ha sido remodelado para ampliar la carretera con lo cual se ha perdido su orografía original. Lo cierto es que cuando llegaba la primavera yo empezaba a visitar con harta frecuencia aquel paradisíaco entorno. Me introducía en el bosque, observaba el curso del agua de la cascada y, sobre todo, observaba atentamente cómo eran los árboles y las plantas con la ilusión añadida de descubrir los nidos de los pajarillos y otras aves de mayor envergadura. Y todo con mucha cautela para no ser sorprendido por algún desagradable o mortífero reptil. De hecho, era frecuente que culebras y víboras hicieran acto de presencia.

Un día durante mi recorrido solitario por el bosquecillo admirando la vegetación, descubrí un retoño de árbol que me llamó particularmente la atención. Era un chopo pequeñito que había brotado al lado de otro inmenso y tenía la misma estatura que yo aproximadamente. El arbolito era todavía muy delgado y tierno y comenzaban a brotar sus delicadas hojas. Al verlo quedé fascinado por su belleza. Si mal no recuerdo, lo toqué suavemente con la mano cuidando de no causarle algún daño. A su lado estaba el chopo inmenso y yo miraba a los dos, pensando con ilusión que algún día el retoño llegaría también a ser grande y majestuoso como el adulto. A partir de aquel hermoso día, cuando iba a la “chorrera”, visitaba el “chopito” siguiendo de cerca su crecimiento. Pero todo mi gozo en un pozo.

Pocos días después fui como de costumbre a visitarlo y no podía creer lo que estaba viendo. El inocente e indefenso arbolito había sido cercenado. No había duda. Alguien lo habían cortado por la mitad de su cuerpo con una navaja. Imaginemos un niñito de tres meses asesinado en su propia cuna. Cerré espontáneamente los ojos y me hice dos preguntas: ¿Quién ha sido? ¿Por qué? No entendía que aquella criatura hubiera hecho algún mal que mereciera tan severo castigo. Entonces, ¿por qué? ¿Por envidia de que el arbolito se encontraba en la propiedad de mi padre? ¿Cosas de niño o algo más? En aquel momento mi capacidad de razonamiento se disparó y abandoné el lugar con el corazón roto.

Por primera vez pensé que hay gente mala, que el mal existe y que en adelante debía conocer las cosas sin fiarme de las apariencias. En aquel histórico momento de mi vida perdí la inocencia y se activó en mí el uso de la razón. O lo que es igual, dejé de ser niño psicológicamente y comencé a tomar conciencia de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, de lo bello y lo monstruoso, de la vida y de la muerte. En aquel preciso momento comenzó mi carrera filosófica como ejercicio constante del uso de la razón frente a las situaciones de la vida.

Pero, como no hay mal que por bien no venga, he de confesar también que en el atardecer de mi vida me siento muy feliz de haber aprendido la lección positiva de aquella prematura y terrible experiencia. En septiembre de 1950 llegué al colegio de los PP. Dominicos de la Mejorada, en la provincia de Valladolid, como culminación reflexiva de aquella experiencia con la ayuda incondicional y sacrificada de mis padres, que no pasaban en aquel momento por una situación económica envidiable, de lo cual yo era plenamente consciente y por lo que evitaba pedirles nada a no ser que fuera estrictamente necesario. Aquella primera salida de casa no estuvo motivada primordialmente por el deseo de encontrar un trabajo y un suelo para ganarme la vida sino por la necesidad interna de mi inteligencia de encontrar el sentido último de la vida. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.